miércoles, 1 de diciembre de 2010

Diciembre



Primero de diciembre.

La llegada de la nieve y el frío me hacen evocar un tiempo perdido para siempre, un mundo que ya no existe, y un momento concreto: las matanzas en mi pueblo. Un tiempo imborrable que ni quiero ni puedo olvidar.

Aquellos días eran…especiales.

Solían despertarme los gritos del animal, me horrorizaba ver cómo lo arrastraban a la mesa para sangrarlo, y me quedaba dentro de casa hasta que las voces de la gente se sobreponían y cedía el aullido del cerdo. Pero la tradición de la matanza era mucho más. Todo un ritual.

Los hombres llegaban temprano, perpetrados de cuchillos afilados, hacían un fuego en la calle para calentarse y poder soportar las bajas temperaturas. Bebían anís o aguardiente, la parva, y tomaban unas pastillas de chocolate negro puro. A la antigua usanza. Las mujeres trabajaban durante días para disponer de grandes mesas y hacer acopio de vajilla suficiente para todos los comensales, alrededor de la treintena entre familia y vecinos.

Ellas se encargaban de los trabajos más duros: lavar las tripas del animal para utilizar en los embutidos, sazonar los lomos, hacer el picadillo para el salchichón y el chorizo. Salar los jamones…Se aprovechaban todas las partes del animal.

Cuando todo acababa se regaban las calles con la manguera para acabar con las huellas de la `matanza´. Las calles se vaciaban y el jolgorio se desplazaba al interior de la casa.

El centro neurálgico de las reuniones eran la cocina, y en especial las cocinas de carbón, siempre al rojo vivo, llenas de ollas de comida. Sopa, cocido, carne guisada…tartas caseras, el primer turrón..

En las casas de piedra adyacentes, viejas y desvencijadas se colgaban los embutidos.

Por la noche, toda la familia volvía a reunirse para cenar… y la noche se prolongaba hasta altas horas…era una fiesta, una celebración. Cenas copiosas regadas de vino y champán. Los niños comíamos en otras mesas y las conversaciones de los mayores nos eran ajenas, salvo sus risas.

Los niños jugábamos, nos peleábamos, leíamos y veíamos la televisión mientras ellos seguían allí sentados, discutiendo, riendo.... Veíamos caer a través del cristal aguanieve, y contábamos historias de miedo. Poco a poco la gente se iba despidiendo, recogían sus paraguas y abrigos y se alejaban con cuidado por el hielo, con miedo a resbalar en las empinadas calles de mi pueblo. Mi madre y yo recogíamos la cocina,

Cuando me acostaba, al final, caía rendida y excitada. Una bolsita de agua caliente templaba el frío de las sábanas y me dormía escuchando los murmullos de mis padres en la habitación contigua comentando más historias de la jornada.

Qué tiempo tan feliz!

De todo aquello ya no queda casi nada, salvo mucha nostalgia.

No está mi padre, el alma de la casa, el protagonista principal de mi niñez…Mi padre que se ponía tan nervioso esos días, dando órdenes a diestro y siniestro, que me regañaba porque todo lo quería `ya´ pero que me mimaba... tanto, como nunca nadie hará... Que compraba siempre una caja de puros habanos para la ocasión, como si fuera una boda, que estaba encantado de tener la casa llena y siempre descorchaba la última botella de champán.

Con Amadeo, con Domingo, con mi tío Toño… Mi tío era casi el primero que llegaba a casa esos días… provisto de su cuchillo matarife, con su camisa de cuadros, su boina…su mirada limpia, sus zapatillas de andar por casa, remangado, desabrigado… fuerte como un roble. Y así se mantuvo hasta el día que la naturaleza cedió repentinamente y nos dejó mientras contemplaba una partida de cartas.

También faltan otros tíos muy cercanos, como mi tía Sira, presente en todas estas jornadas. Hace ya 10 años que un cáncer se la llevo.Precisamente en una matanza en mi casa, ya malita, tuvo el valor de decirnos a todos los presentes: “y que el año que viene lo paséis igual de bien, a todos los que estéis aquí. La vida tiene que seguir”. Era consciente que ella no llegaría porque la enfermedad avanzaba y estaba con tratamientos paliativos.

Y mis abuelos se han ido todos también, poco a poco. La casa de mi abuela Anita se cerró ocho meses después de la muerte de mi padre, y sólo un día antes que mi tío Toño falleciera.

Hoy es uno de diciembre.

Este fin de semana regresaré a casa…en tiempo de matanzas. El pueblo está mucho más vacío. Muchas casas están deshabitadas,las tierras sin cultivar y el embutido se compra en la carnicería o en las tiendas próximas. Los que vivimos de niños esta experiencia no sabemos hacerlo y tampoco queremos, pero es bueno para recordar de dónde venimos. De dónde somos.

Siento una profunda tristeza por el paso del tiempo…porque nos arrebata tanto de nosotros mismos... Cada vez hay menos gente, menos viejos capaces de transmitir todas estas historias de antaño a las nuevas generaciones.

Mi hijo no conocerá mi mundo, pero se lo intentaré transmitir, igual que mantendré siempre limpias las lápidas del cementerio. Allí reposa su origen, sus raíces y nunca conocerá lo suficiente de sí mismo si desconoce cómo eran sus antepasados, de dónde le viene ese genio, ese temperamento inquieto, travieso.

La foto que ilustra esta entrada habla por sí misma: En ella aparece mi hermano de pequenito y mi hijo es una réplica. Es una pura cuestión genética, pero hay un lazo sentimental que va más allá.

Por todo esto, hasta donde sea capaz, le contaré la historia de ese pequeño pueblo de la montaña en León, mi historia,la de mis antepasados, la suya también, al calor de la lumbre, al resguardo del frío invierno.

Dedicado a todos los que habéis compartido ese mundo conmigo.

La foto, un regalo que me hizo mi hermano, es mi favorita, porque aunque yo no aparezca, sé que ya estaba allí.Estas tres personas fueron todo mi mundo en aquel tiempo tan feliz.

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